El objetivo de esta sección es poner a disposición de lectores no necesariamente especializados conceptos que permitan entender por dónde avanza la agricultura de hoy en el camino a la tan ansiada -y necesaria- sustentabilidad del sistema.
Tal como lo expresamos en la primera entrega de estas notas, la actividad agroalimentaria – fundamental para la supervivencia de una población mundial que sigue creciendo- se enfrenta actualmente a un doble desafío: el de seguir produciendo en contextos amenazados por las cada vez más adversas condiciones ambientales globales y, a la vez, el de corregir, mediante nuevas prácticas, aquellas que resultan perjudiciales. En otras palabras, estamos transitando una nueva era de la agricultura en la que al mismo tiempo que se intenta producir más, debe garantizarse que se pueda seguir produciendo.
Esas condiciones ambientales adversas pueden resumirse en lo que hoy conocemos como “cambio climático”, cuya mayor expresión es el sobrecalentamiento global, causado por lo que se denomina “efecto invernadero” y en el que participa principalmente el carbono en su estado gaseoso (CO2).
El carbono
El carbono es uno de los componentes esenciales de la materia orgánica e inorgánica. Los organismos vivos estamos conformados por cadenas de átomos de carbono a los que se asocian otros elementos como -entre otros muchos- el hidrógeno, el nitrógeno y el oxígeno, conformando las estructuras de casi todo lo que nos constituye y permite el funcionamiento de la vida. Estas cadenas son el esqueleto de las proteínas, las grasas, los azúcares e incluso del material genético que regula nuestra existencia. Cumple funciones estructurantes y también energéticas, como en el caso de los llamados hidrocarburos.
En la naturaleza lo hallamos integrando compuestos sólidos y también gaseosos, como el dióxido de carbono (CO2) y el metano (CH4). En estado gaseoso, unido al oxígeno, es precisamente como lo encontraremos en la dinámica atmosférica de lo que, genéricamente y en condiciones naturales, podemos identificar como la respiración. Los animales y los seres humanos tomamos de la atmósfera el oxígeno como componente vital y eliminamos dióxido de carbono. Las plantas, por su parte, mediante la fotosíntesis se nutren del primero y liberan oxígeno que utilizamos para sobrevivir. El metano, , en cambio, es un gas combustible producto de la descomposición de la materia en ambientes desprovistos de oxígeno. Ambos gases participan de lo que conocemos como efecto invernadero.
Efecto invernadero
El efecto invernadero se produce por acción de gases suspendidos en la atmósfera que permiten el paso de las radiaciones solares, pero impiden que luego de impactar en la superficie terrestre esas radiaciones regresen en su totalidad a la estratósfera, contribuyendo así a mantener temperaturas medias necesarias para el desarrollo de la vida en el planeta. Sin ese efecto nos congelaríamos, pero actualmente el exceso de esos gases -en primer lugar, el dióxido de carbono; y en segundo, el metano- está produciendo un sobrecalentamiento extremadamente perjudicial. Otro de los gases que inciden en este sentido es el óxido nitroso (N2O) que se desprende en la volatilización de fertilizantes nitrogenados de síntesis química.
El origen de ese exceso de gases es fundamentalmente el uso de fuentes fósiles como el carbón mineral, el petróleo y el gas natural utilizadas para la industria, la generación de energía eléctrica y el transporte. Estas emisiones son mayores a la capacidad de recaptura por parte de la naturaleza. Urge por lo tanto avanzar hacia soluciones productivas tendientes a descarbonizar la atmósfera.
A la medida de esas emisiones se la denomina “huella de carbono” y prácticamente todos los sistemas productivos, en mayor o menor medida, tienen la suya. La agricultura, sin embargo, que no es la excepción, es la única que posee, a través de la fotosíntesis de las plantas, la capacidad natural para contribuir a un balance neutro entre lo que emite y lo que recupera.
Emisiones vs. Balance ( Fernando Vilella)
Buenas prácticas agrícolas
Los suelos y los océanos constituyen grandes almacenes de carbono. Y si bien se adjudica a la deforestación una parte importante de la pérdida de carbono en los suelos, no es lo mismo deforestar para construir en ese terreno una ciudad con edificios, calles y plazas hechos de hierro y cemento -cuya elaboración, por lo demás, supone ingentes emisiones de CO2- que para destinarlos a cultivos imprescindibles para la producción de alimentos. Especialmente si la práctica de esos cultivos tiene en cuenta resguardos que contribuyen a su preservación. Esa es la dirección hacia donde avanza la agricultura de hoy.
Entre las prácticas más importantes destinadas a un balance ambiental positivo podemos distinguir las siguientes:
- Sustitución de combustibles de origen fósil
Tal como ocurre en todas las actividades humanas en las que se utilizan, los combustibles de origen fósil que impulsan la maquinaria en campo y en fábricas son los principales responsables de las emisiones de CO2 atribuidas a la agricultura. Su sustitución por otros obtenibles de fuentes renovables (algunas de las cuales pueden ser provistas por vegetales) es de urgente necesidad. - Sustitución gradual de fertilizantes de síntesis química
Los suplementos nutricionales (nitrógeno, fósforo y otros) son imprescindibles para mantener la capacidad productiva de los suelos agrícolas. Hoy se progresa en la sustitución de aquellos como la urea -destinada a proveer de nitrógeno al suelo- que se obtiene por síntesis química por otros bioproductos y abonos naturales que evitan las emisiones de los primeros.
- Labranza mínima o nula
Hoy se propende a evitar la labranza tradicional utilizada para preparar el suelo para la siembra. Así se evita la rotura de la capa fértil, la erosión consiguiente y la compactación producida por el peso de las máquinas.
Puede optarse por la labranza mínima o por la siembra directa, que es la que se practica en Argentina en el cultivo de oleaginosas y cereales como la soja y el trigo. Ello supone labranza cero y permite mantener el suelo cubierto con residuos del cultivo inmediato anterior, para así preservar la estructura y los niveles aceptables de humedad. - Coberturas
Es fundamental evitar la exposición del suelo desnudo a las radiaciones solares, los vientos y las escorrentías para preservar sus condiciones productivas y la capacidad para la retención de carbono y nutrientes. Una de las prácticas es mantenerlos cubiertos con residuos de cultivos entre siembras, evitar las quemas de esos residuos y, en caso de terrenos puestos a descansar, mantenerlos con lo que se llaman “cultivos de cobertura” o silvopastoriles que, además de protegerlos, contribuyen a la fijación de carbono. - Rotación de cultivos
La alternancia de cultivos de distintas especies en un mismo predio es una forma natural de proteger la estructura, la composición orgánica y la renovación de nutrientes del suelo. Esto se debe a la acción de los diferentes sistemas de raíces y de los procesos metabólicos de las especies en rotación. Una de las rotaciones clásicas es la alternancia entre soja y maíz. - Mejoramiento genético de las especies cultivables
Las diferentes técnicas de mejoramiento genético de las especies que cultivamos tienden a la obtención de variedades resistentes a sequías, plagas y enfermedades y a la optimización de su capacidad para transformar energía solar en biomasa. Todo ello contribuye a mejorar la captación de dióxido de carbono del aire y a fijarlo en el suelo. - Otros avances
El progreso de la agricultura del conocimiento se observa también en los sistemas de riego inteligente para un uso más eficiente del agua y en los estudios de la participación de la flora microbiana en la composición y la dinámica del carbono orgánico de los suelos.